NADAL RESISTE A LO NADAL

Esta vez sí, Rafael Nadal celebra con rabia. Lo merece la tarde. Por fin se reconoce, por fin se siente tenista. Ha vencido al undécimo mejor jugador del mundo en un episodio visceral, y su cuerpo —más allá del peaje que se cobrará cuando se enfríe— ha resistido. “No, todavía no soy el de antes. Hace falta tiempo. Pero ha habido momentos de buen nivel y he podido hacer cosas positivas”, precisa. Majestuosa exhibición con el revés, lección de pundonor contra Alex de Miñaur (7-6(6) y 6-3, en 2h 02m) y vida extra en Madrid, donde se encontrará el lunes con el argentino Pedro Cachín, de 29 años y 91º del mundo. Se respiraba unas horas antes el aroma a despedida, pero de adiós nada. No de momento. “Llevo muchos meses difíciles, levantándome con la ilusión de vivir una tarde así. Significa mucho haber podido jugar el partido entero, la semana pasada [en Barcelona, ante el mismo rival] no lo pude hacer”, aprecia el ganador, que se revuelve contra el destino y se rebela contra todos los elementos, incandescente, muy excitado, entre el furor de una masa entregada: suceda cuando suceda, Nadal caerá como Nadal.

Es día grande en la Caja Mágica. La interminable cola que se dibuja en al acceso por el Paseo de Perales y el trasiego del interior anticipa que no es uno más. La atmósfera está cargada de emotividad y de un sentimiento de nostalgia ante el temor de que esta pueda ser la última vez, el último desfile de Nadal por la Caja Mágica, otro de los espacios sacros de su carrera. Son las cuatro y cuarto de la tarde, el techo de la central está cerrado y la grada alienta con un plus de fuerza desde el instante en el que el mallorquín accede a la pista con el raquetero al hombro, acompañado de la melodía guerrillera de Piratas del Caribe: “¡Raaaaafaaaa! ¡Raaaaafaaaa! ¡Raaaaafaaaa!”. 12.500 personas en pie, iluminación artificial —sensación nocturna— y exaltación patria; la coreografía clásica en la central de Madrid: “¡Viva Rafa! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!”. El público aprieta y hace la ola.

El speaker recuerda que Nadal es profesional desde hace 23 años, la misma edad con la que van abriéndose paso hoy día las nuevas generaciones, y también que lo ha ganado todo. Cinco veces se coronó en Madrid, escenario de lo más contradictorio. Nadie ha triunfado más veces que él en la capital, cinco, pero la altura y el ligero aumento en la velocidad de la pelota en el contexto del barrio de San Fermín le restan prestancia a su tenis. No llega esta vez en las mejores condiciones, pero como anticipaba Carlos Moyà la tarde previa, el duelo iba a ser distinto al que él y Di Miñaur disputaron recientemente en Barcelona. Contenido (y reprimido) ese día —”hoy no era el momento de morir”, decía en su despedida del Godó—, en esta ocasión dispone buena parte de la artillería sobre la mesa. Es otro ritmo, vuelven los latigazos.

El calor de la grada le envalentona y le invita a pisar el acelerador rápido, a la vez que penaliza el tenis contemporizador de De Miñaur. El australiano, un diésel que difícilmente cambia de marcha, inalterable sea cual sea la circunstancia, se topa con un competidor diferente. Es Nadal en combustión, con la adrenalina por las nubes, cuchillo en mano. Pese al riesgo físico, desenfunda el drive y pega duro con el revés, abriendo pista y buscando los vértices del fondo. Esta es otra historia. Ahora sí, es él. Se reconoce. Ve la opción y ahí, en esa tesitura tan apetitosa, desata su verdadera naturaleza. Sube la temperatura cuando araña el primer break y definitivamente se enciende cuando interpreta que una bola de su rival se ha ido larga (como así ha sido) y se detiene, y el árbitro no le concede la revisión del Ojo de Halcón, al entender que no ha habido petición instantánea.

Rifirrafe con el juez

Al juez le llueve un chaparrón acústico durante dos larguísimos minutos en los que el balear argumenta y le recrimina. El cabreo es monumental. “Así que si me paro y marco el bote, para ti no es challenge, ¿no?”, dice Nadal caliente. “Lo que tienes que hacer es pedirlo rápidamente”, razona el hombre, Fergus Murphy, intentando atemperar la situación. Será recordado por aquí. La Caja Mágica, de repente, se transforma en el Bernabéu. Pitos y más pitos. “¡Tongo!”, se oye entre la muchedumbre. “Hay que seguir”, pide el irlandés. Y Nadal insiste: “Es tu decisión, pero es una mala decisión”. “Ok, llama al supervisor, por favor. No quiero seguir jugando”. “No, vamos, Rafa…”. Al siguiente punto, el español enfoca al árbitro y alza el dedo cuando sale la bola, con ironía, pero no consigue evitar que De Miñaur le birle después el servicio. La reprimenda continúa cuando se dirige hacia la silla para coger aliento y la escena sirve definitivamente de espoleta para una tarde de alto voltaje en la que Nadal carga con todo lo que hoy tiene. Aplaude Felipe VI, en primera línea.

“¡Sí-se-puede! ¡Sí-se-puede!”, clama la central de Madrid, que asiste a un intercambio de roturas, sellada la de Nadal con un violento pasante de revés que alimenta más la llama. De manera progresiva, todo va amoldándose hacia ese tipo de escenario a flor de piel que tanto le gusta, el terreno de la épica, aunque la extensión y el kilometraje no convienen demasiado a estas alturas. El pulso va también inclinándose a su favor desde el ángulo anímico y las imprecisiones van apoderándose de la insípida propuesta del rival, que cede el desempate de la primera manga —cierra Nadal al quinto intento, con suspense, tras haber dispuesto de un 6-2— y para cuando quiere reaccionar, se ha metido ya en un señor agujero. Efectivamente, no hay salida. Palidece. El campeón de 22 grandes hace el serrucho, sigue imponiéndose desde la trinchera —16 ganadores y 20 errores no forzados, por los 18 y 33 del australiano— y golpea nada más adentrarse en el segundo set. A partir de ahí, viento a favor, controla las distancias y festeja: ¿Adiós? No hoy. De eso nada, expresa con su tenis. Es un sábado con vida extra.

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